Hay que decirlo sin tapujos: los partidos políticos españoles sufren una profunda crisis, que refleja las deficiencias del sistema y, en general, de la política que practicamos en nuestro país. Las luchas por el poder, la falta de valores elevados y la deficiente preparación de muchos que jamás gestionaron algo en sus vidas privadas lleva a que los mejores huyan de la vida pública.
En todas las formaciones, desde el PSOE hasta Vox, pasando, desde luego, por el PP y por el conglomerado Sumar, se advierten síntomas de inestabilidad ideológica, de fragmentación y de un sectarismo que acentúa la idea de los bloques en confrontación con el 'otro lado', pero también de rivalidades intestinas. Los últimos días han sido pródigos en ejemplos de este cuarteamiento partidario.
Ni siquiera en el partido gobernante (en funciones), el PSOE, que se quiere un ejemplo de cohesión interna y que funciona con un acusado presidencialismo que aleja cualquier actitud crítica, faltan los síntomas de discordia: los socialistas tienen ahora dos almas muy claras, la del 'antiguo Testamento' y la de los afectos incondicionales de cada uno de los polémicos pasos de Pedro Sánchez, intentos de alianza con Junts per Cat incluidos. El disgusto de los fundadores del 'nuevo PSOE', frente al exilio de Toulouse, en 1974, es patente: no son solo Felipe González y, más acusadamente, Alfonso Guerra, sino la inmensa mayoría de quienes ejercieron cargos públicos en los gobiernos de González y de Zapatero --con la excepción clara de este mismo-- los que, lejos ya de apetencias y posibilidades de ejercer cargos, hacen visible su disgusto por la deriva del 'sanchismo'.
En el Partido Popular se adivina, más que se patentiza, una división fruto del desánimo ante unos resultados electorales bastante por debajo de lo esperado. No hay un clamor en público contra el liderazgo de Alberto Núñez Feijóo, pero sí se escuchan, en privado, voces notables que critican los errores cometidos en campaña. También a este respeto se advierte un fraccionamiento generacional: no pocos que se alejaron cuando cayó Pablo Casado mueven ahora la cabeza: "no es esto, no es esto".
La atonía se refleja --y no solo en el PP, desde luego-- en la pobreza de los mensajes, basados simplemente en la hostilidad al rival, que hemos escuchado durante una campaña en la que los temas verdaderamente importantes para el presente y el futuro del país han estado clamorosamente ausentes: ni una sola vez, en mitin o debate alguno, se habló de cuestiones como la Inteligencia Artificial o su regulación, por poner apenas un ejemplo.
De la crisis interna en Vox se han ocupado estos días los titulares de todos los periódicos y noticiarios: Abascal deja, al parecer, en manos de su 'núcleo duro' la gestión de pactos y mensajes y no ha sido capaz de una mínima autocrítica tras haber perdido demasiados escaños, votos... y alguna figura importante, como las de Iván Espinosa de los Monteros, sometido a una cierta persecución interna, o Juan Luis Steegmann, que renunció al escaño vacante de Espinosa.
En el otro extremo, en Sumar ya se vislumbran los primeros síntomas de una convivencia difícil entre la dirección de este movimiento y algunos de sus 'socios', comenzando desde luego por un Podemos que no ha olvidado la 'humillación' sufrida a manos de Yolanda Díaz en la confección de las listas. Pero no son solamente cuestiones personales --como las incompatibilidades de Podemos con el partido de Iñigo Errejón-- las que lastran la convivencia interna y el trabajo homogéneo en Sumar: se aprecian ya sensibles diferencias estratégicas, tácticas e ideológicas que se mantuvieron a duras penas ocultas durante las campañas electorales. Armonizar las exigencias y ambiciones de dieciséis partidos no va a ser tarea fácil, desde luego, para la señora Díaz.
Las formaciones nacionalistas y separatistas tampoco logran ya esconder sus diferencias --clamorosas en el caso catalán-- fruto de una coyuntura que nadie, y menos aún los legisladores y los 'padres de la Constitución', fue capaz de prever y ahora nadie se atreve a enmendar. Ni siquiera el objetivo de 'alejarse de España' logra ya cohesionar a unos partidos claramente desorientados --también en el PNV, acosado de cerca por Bildu, es patente el desconcierto: no todos opinan favorablemente sobre la decisión de ni siquiera iniciar conversaciones con el PP de cara a la investidura-- y que parecen no saber muy bien qué hacer ante el incierto futuro. El hecho de que la investidura de Pedro Sánchez dependa de la actitud del partido encarnado por Carles Puigdemont, Junts, desvertebrado y con criterios contrapuestos entre sus dirigentes sobre si apoyar o no, y cómo, al actual presidente del Gobierno central, es ya suficientemente demostrativo de hasta qué punto la crisis interna de nuestros partidos se ha convertido en sistémica.
La calidad y solidez de una democracia depende de la fortaleza de sus instituciones --tema sobre el que habría mucho que decir, comenzando por las cosas que ocurren en el Tribunal Constitucional--, de la robustez de la sociedad civil --bastante inane en el caso de España-- y de la coherencia y fidelidad de los partidos a la hora de llevar a cabo sus promesas a los ciudadanos, encarnadas en sus programas. Juzgue el lector si nos merecemos un notable, un aprobado o un rotundo suspenso.