Fernando J. Cabañas

OLCADERRANTE

Fernando J. Cabañas


Saeva memoria

24/06/2024

Finalizaba mi primer curso como profesor del conservatorio superior madrileño, el mismo en el que dos años antes había acabado mis estudios y al que volví, ya como docente, tras un invierno en León donde había vivido experiencias maravillosas. Convocadas las pruebas de ingreso, el azar hizo que formase parte del tribunal que presidía un compañero, con muchísimos más años que yo, tanto de vida como de experiencia, del que huían otros colegas y con el que yo jamás había cruzado palabra. El tercer miembro era un ser anodino, insustancial, buena persona pero sin sangre en las venas. Yo era el profesor más joven de los casi cincuenta de mi asignatura; tenía 23 años y muchas ganas de todo. 
Cuando otros con más antigüedad –quizá también más de todo– que yo se enteraron de que el jefe de estudios me había incluido en ese tribunal, con ese presidente, no tardaron en venir a darme su bendición paternal, recomendarme de todo, así como prevenirme de las maldades que el fin del mundo me tenía reservadas para que Lucifer, con el que compartiría 15 o 20 días, me las hiciese pasar puñeteras. El fin del mundo, no a juicio de cualquiera sino dictado inapelablemente por estos seres superiores, me había llegado. Empezaron las pruebas y curiosamente ambos conectamos, descubriendo pronto que mi presidente era un compañero tremendamente formado, íntegro, serio, competente, exigente, nada lameculos y por tanto odiado y envidiado por los que no se parecían en nada a él. El primer día uno de los aspirantes hizo una prueba nefasta. Sin embargo, intuí que el azar había jugado en su contra sin misericordia alguna. Hablé con José, que así se llamaba el presidente, y le compartí mi sospecha de que ese chico estaba preparado y que creía que no había puesto de relieve todo su potencial. Convenimos, en contra de lo habitual –¡en aquellos tiempos solo aprobaban los que sabían y suspendían los demás!–, que repitiese la prueba, obteniendo un 10. En ese momento me gané el reconocimiento de José y desde entonces el afecto recíproco nos vinculó. Al año siguiente el jefe de estudios decidió que yo presidiese tribunales, ganándome lógicamente los «afectos» de aquellos mismos experimentados y agoreros compañeros. 
Hoy, en internet no encuentro noticia alguna sobre aquel íntegro profesor, reforzando este olvido, con rabia, mi creencia en orden a lo cruel que es la memoria colectiva.

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