Se echa de menos alguna celebración o conmemoración de los 500 años de la escritura de El Lazarillo de Tormes, obra cumbre y cimera radiografía de la naturaleza humana, demasiado humana, por su marchamo de masa madre de la novela picaresca.
Quizá esta falta de recordatorios se deba a la absoluta vigencia de las andanzas de Lázaro que ponen su colofón «el mismo año que nuestro victorioso emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella Cortes y se hicieron grandes regocijos y fiestas». Momento que viene a coincidir, como recuerda el estudioso y experto Mariano Calvo, con la entrada triunfal en la ciudad imperial del emperador Carlos V. Época de regias vacas gordas tras el pelotazo de Pavía que concluyó con la captura del mismísimo Francisco I, rey de Francia.
Carlos V entraría en Toledo un 27 de abril de 1525, dando comienzo a unas Cortes que congregarán a lo más granado del poder de la época, hasta febrero del año siguiente, concitando a la reina de Portugal, a los embajadores de Francia, Inglaterra, Venecia y Persia, o al mismísimo nuncio del Papa. Y que, al mismo príncipe de la picaresca de Lázaro, le coincidirá con su particular cénit, al menos de sosiego y conformismo, en pleno trío consentido y bien avenido (tres nunca discuten si dos no quieren) con su mujer y el arcipreste de San Salvador: «Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna».
Y es que hoy siguen vigentes las lecciones que aprendió Lázaro.
Todos nos imaginamos a un político acercando la oreja a su recién nombrado asesor a la puerta de algún enemigo, seguramente del mismo partido, los de los otros suelen ser solamente adversarios, y dándole una gran calabazada porque no oye nada, recomendándole solemnemente que si quiere ser su guía y no volver a la cola del SEPE «tiene que saber un punto más que el diablo».
También fantaseamos con dos turbios comisionistas ilegales, que se intentan engañar mutuamente bebiendo uno con la pajita del cubata del otro al que cree ciego, o menos listo que él, hasta que le rompe el vaso de tubo en la cara. Aunque luego le cure las heridas con el alcohol derramado por aquello de que entre ladrones tampoco nos pisamos la manguera, mientras se confiesan que se habían estado comiendo los solomillos, Lázaro solo comía uvas, siempre públicos, de dos en dos.
O convivimos con bulderos que venden bulas milagrosas, a quien les quieran creer, ya sea por rascar beneficio o, lo que es más triste, por simple desesperación.
En época de (pre)supuestos y promesas prorrogadas a largo plazo con alto tipo de interés, de chalaneo de tasas y aranceles, de proteccionismos de amigos oscuros y mangantes, no estaría de más (re)visitar a un Lázaro exhausto que finalmente optó por la paz y la prudencia del consentidor, antes que por seguir luchando en busca de la justicia en un mundo desaforado que le provocó perder varios dientes por el camino.