Ninguna carretera principal pasa cerca de Albaladejo del Cuende y, por tanto, ningún indicador anuncia el camino por donde se puede llegar a este pueblo del interior, no se si decir perdido u olvidado, que son conceptos muy propios de estas tierras de la España vacía, despoblándose a toda prisa, como señalan los datos, fríos pero contundentes: de 1134 habitantes en 1960 a poco más de 200 ahora mismo. Por si algún ciudadano lector siente la curiosidad de emprender el camino que conduce hasta aquí, diré que la carretera provincial por la que se puede llegar desde la capital es la que sale entre los baños de Valdeganga y el puente del Castellar, por La Parra de las Vegas. Escribí una vez que sólo algún que otro audaz aventurero, amante de lo desconocido y amigo de las soledades, se atreve a ratos perdidos a explorar estos caminos. Quizá aquello fue un poco exagerado o quizá yo ahora soy menos escéptico de lo que era entonces y creo que en este mundo nuestro, tan amigo de las experiencias y las novedades, sí puede haber un razonable número de personas que sientan los deseos de entretener el ocio o satisfacer íntimas curiosidades marchando en busca de lo que se adivina un ámbito de misterios casi virginales.
El primer atractivo de Albaladejo del Cuende reside en su propio nombre, formado por dos términos tan sugerentes. Al-balat es de origen árabe, equivalente a camino; Santiago Palomero, que sabía mucho de estas cosas, asegura que pudo ser una referencia directa a que por el lugar pasaba una de las calzadas secundarias romanas que iba hasta Valeria. Pero mucho más encantador es ese arcaico 'cuende' (que ya no figura en el Diccionario de la RAE) y que alude a no se sabe muy bien qué conde, porque el lugar fue pasando de mano en mano, desde el medieval conde Pedro Manrique de Lara al de Cifuentes, luego al de Valverde y finalmente, ya en el siglo XIX, al de Santa Coloma. En cualquier caso, siempre ha habido un conde ejerciendo su dominio señorial sobre estas tierras.
La ruta, desde que arranca en el punto antes mencionado, va brujuleando de acá para allá, dando forma a recovecos y cambios de nivel, a través de algunos campos cultivados y otros dedicados a monte bajo, sin que falte algún rodal de amables pinos. Hasta que aparece Albaladejo del Cuende que, por lo dicho antes, es villa de antigua y noble consideración, palpable no solo en la sonoridad de su nombre sino también en la poderosa imagen que se desprende de la voluminosa iglesia asentada en lo alto de un cerro que domina el casco urbano y que uno piensa, la primera vez que la ve desde la lejanía, que debe ser una hermosas arquitectura, pensamiento, ay, que se desvanece tan pronto comienza la subida hacia el montículo para descubrir que el objetivo situado en lo alto no es más que un cascarón, una ruina. Porque este voluminoso templo, dedicado a la Asunción de la Virgen, es sólo fachada, paredes, apariencia, diseño sobre el horizonte, símbolo del pasado. Cuando se llega al fin hasta la cumbre del cerro y se cruza la fachada sin puerta, lo que aparece es la desolación, la ruina, el abandono, la techumbre inexistente, las hornacinas vacías, los yerbajos trepando sobre los escombros.
A los pies está el pueblo. Es pequeño, naturalmente, apenas cuatro calles de corto trazado, casi todas en pendiente. A la entrada está la fuente, que debe ser la misma que Madoz ensalza por ser «saludable y de muy buenos resultados para el dolor de estómago y sífilis». Casi todas estas calles tienen nombres alusivos a cuestiones diversas, como Blanca, Olmo, Viciosa, Escalones, Odisea, Esquinas, Rollo, Zorrera, Escuelas, Iglesia y, según me parece, uno solo dedicado a una persona, Isabel la Católica. Dejo al buen criterio de cada cual entretenerse con las explicaciones adecuadas a estos matices nominadores. En una de ellas se encuentra el nuevo edificio que ahora es iglesia parroquial, inaugurado en 1960. Parece innecesario decir que en esta sencilla obra de arquitectura no hay nada que merezca la pena, salvo las piezas de orfebrería y la pila bautismal antiguas.
Mientras el viejo armatoste que fue casa de Dios se va derrumbando progresivamente, en los aledaños del pueblo, como a un tiro de piedra del brazo de un buen pastor, que diría un clásico, se mantiene lozana la ermita de la Virgen de las Nieves, algo desproporcionada en sus dimensiones, con lo que es usual en estos recintos, por lo común diminutos, capaces apenas de albergar una imagen y poco más. No es éste el caso, sino que nos encontramos ante un verdadero templo, de sencillísima obra popular, en el que destaca una tan espléndida portada, que solo por contemplarla en vivo merece la pena el paseo hasta Albaladejo. Sólo la espadaña, de ladrillo, contrasta en el conjunto, al que seguramente se incorporó en época moderna, sustituyendo a la original que debió seguir el destino de ruina que acongoja a tantos bellos rincones de nuestra tierra. Cuando se produjo el desastre que terminó con la existencia de la iglesia parroquial, el culto habitual se trasladó a la ermita, hasta que se pudo construir el nuevo templo. Parece innecesario decir que la fiesta patronal se celebra el cinco de agosto, día dedicado a la Virgen de las Nieves.
En estos parajes que fueron señorío condal, sobre los que planea la sombra de unos sentimientos anclados en cultos mágicos, donde el silencio y la soledad encuentran generoso cobijo, es lógico que pervivan costumbres ancestrales. Aquí el carnaval no es desvergüenza callejera, sino peregrinación de ánimas, y aunque ambas caras forman esta moneda hoy tan devaluada, en Albaladejo del Cuende han encontrado un estilo intermedio, purificado en los dos siglos y medio últimos, tiempo del que hay constancia de la celebración de la fiesta. Ranra es el nombre de la celebración y también es innecesario buscar su significado en el Diccionario. El tambor, con su estruendoso sonido, es el protagonista incesante de la jornada, compañero de las dos cofradías de ranreros que antiguamente vestidos de osos y con las caras pintadas, ejecutan parsimoniosamente su papel, y buscan limosnas en beneficio de las ánimas benditas mientras con el ruido de los redobles intentan espantar a los malos espíritus. Ahora todos sus miembros visten de negro, con camisa blanca y sombrero floreado, organizados los cofrades en dos filas tras el abanderado y con un paje en medio. Es una curiosa historia y una no menos curiosa fiesta, más digna de ser vista que contada, suficiente pretexto para abandonar al menos por un día el cómodo asfalto principal para internarse en las olvidadas tierras del interior que nos pueden llevar a encontrar y conocer este singular y atractivo pueblo.