El día 1 de noviembre del año 2024 fue un gran día: entraba en vigor la llamada ley ELA, publicada en el Boletín Oficial del Estado. Una ley que es más que los compromisos con los pacientes, con los cuidadores, con los investigadores y especialistas, con los familiares de un enfermo de ELA. Es la manifestación explícita de la sociedad española – la ley se ha aprobado por unanimidad – que concreta su solidaridad con quienes padecen esta enfermedad. Es la enfermedad que convierte al paciente en el espectador de su cuerpo que se transforma en la sombra inmóvil de una sombra que el cuerpo ya no tiene. Sin embargo, este acto de maravillosa inteligencia humana está siendo tapado por el ruido y el lodo que genera la política actual. Ha sucedido en el mismo día de la destrucción y muerte en el Levante por una atmósfera enloquecida. Ese esfuerzo colectivo de colaboración con quienes padecen y sufren una enfermedad incurable y fría debiera ser considerado como uno de los actos más brillantes de una sociedad en progreso.
Recientemente leía a Martín Caparrós y su desgarradora sucesión de «no puedo, no puedo, no puedo» y así hasta la inmovilidad absoluta. Y me conmocionó la lectura, hace 13 años, de un escrito del historiador, Tony Judt, que publicó en El País con el título 'Noche'. El historiador narró la historia de su propio deterioro. Los archivos y los documentos que manejó fueron sus propias sensaciones «tragar, hablar, incluso controlar la mandíbula y la cabeza se convierten en cosas imposibles», escribe sobre la contemplación progresiva de su destrucción orgánica. Y en ese proceso cuenta también la tragedia que sucede por el día, aunque lo peor es la noche: «una agonía infernal». A la oscuridad interior se suma la oscuridad exterior. La carencia de luz, la soledad de un silencio inerte, la incertidumbre del minuto siguiente. Sobrellevando el proceso con pensamientos y fantasías que asimismo se desmoronan, la mayoría de los afectados se apega a la vida. Paradójicamente es mayor el temor a la nada que el terror ante una existencia semejante. Una existencia que, invocando al Kafka de 'La Metamorfosis', es el de una «cucaracha».
Para hacer más llevaderas las sensaciones del quehacer cotidiano de un enfermo de ELA y sus acompañantes, es para lo que los españoles, a través de sus representantes políticos, han aprobado una ley que servirá a los enfermos, a sus familiares, a los amigos y a quienes tratan estas enfermedades. Se diagnostican en España 900 casos. Pónganse en el caso del diagnosticado, de la madre y del padre, de los hermanos. Saben lo que se presenta, aunque no conocerán del todo la realidad de la enfermedad hasta que el deterioro llegue a su conclusión final. Intuyen que asistirán a un sufrimiento absurdo, a una impotencia humillante, a un desconsuelo incontenible. Y es que «no tiene nada de bueno estar encerrado en un traje de hierro, frío e implacable». Termina Judt su texto con una suprema ironía: «mis noches son muy interesantes, pero podría vivir muy bien sin ellas».
Ignoro si con este artículo seré capaz de trasmitir a los lectores la trascendencia de aprobar por unanimidad en el Parlamento de la Nación una legislación que sirva para atender a quienes transiten, familiares y enfermos, por una experiencia como la ELA. La política, en ocasiones como esta, o epidemias o como en el caso de las DANAs recientes sirve, a pesar del barro y del ruido, para el ejercicio sublime de disponer de una legislación que ha pasado desapercibida en los medios de comunicación y en la sociedad. Es probable que esta sea la ley más brillante que se pueda aprobar en una legislatura.