Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


La aristocracia del ladrillo

05/01/2025

A medida que transcurren los años de este preocupante siglo XXI, marcado por las guerras, las plagas y, especialmente, la velocidad (de tal modo que son muchos los pensadores que empiezan a obsesionarse con el viejo dicho de que «nunca fuimos tan deprisa hacia ninguna parte»), un 'pecado' –el peor, sin duda– que se impone a escala mundial es la 'avaricia' de los que están convencidos de que hay que acumular, multiplicar, llenar, no se sabe con certeza si por ansias de posesión, por miedo a verse desposeído, por miedos seculares o por instinto de creerse superior al que pasa por su lado.
Estos 'epulones', que tienen como dogma comer, tragar, devorar, siempre más, y más y más, y mucho más, pensando que con riqueza se logra todo, incluso, luego a luego, la inmortalidad, son legión, y, como la boa que se tragó un día un elefante, aunque a menudo revienten, son el cáncer de nuestras sociedades en la actualidad.
Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que había una clase social de privilegiados, gentes adineradas que, en posesión de grandes depósitos de billetes, letras y valores de toda índole, vivía cómodamente de los cuantiosos réditos que ese magma le producía. El problema se les presentó el día en que los intereses percibidos empezaron a bajar y bajar. Para quienes pedíamos un préstamo, aquello fue una bendición; para los rentistas, acostumbrados a vivir mano sobre mano, la caída del valor del dinero supuso un tremendo quebradero de cabeza.
Y todos juntos, después de años de tribulaciones, y de acuerdo con los banqueros, siempre incondicionalmente a su servicio, optaron por el ladrillo como remedio a sus males. Les costó, obviamente, debido a su carácter timorato, medroso y acostumbrado a obrar sobre seguro. Sin embargo, en pocos años le cogieron el gusto y advirtieron con sorpresa que sus ganancias se multiplicaban como la prole de Abrahán.
Primero fueron casas, apartamentos, chalets adosados… Unos los ponían en venta; otros los alquilaban, cosa, esta última más arriesgada, por cuanto que los había que no te pagaban religiosamente (¡qué terminología, señor!) y 'te lo destrozaban'. Vinieron luego los locales comerciales, las cocheras, los parkings a gran escala –que se lo digan a la familia Franco–. Esas familias todopoderosas, en cuestión de pocos años, unidas estrechamente con los banqueros y con políticos sin escrúpulos, constituyeron una nueva aristocracia, la del ladrillo, con un poderío de no te menees.
Los hay que se conformaron, pero ya se sabe aquello de que 'dinero llama a dinero'. Y fue así como surgieron 'sociedades todopoderosas', que se especializaron en edificar torres, rascacielos, ciudades enteras. El dinero fluía a modo de cascada; las hipotecas eran pan comido (los propios banqueros te instaban a pedir más). Vino la crisis y empezaron los trágicos desahucios.
El contubernio formado por políticos de todo signo, banqueros –tiburones sedientos de sangre– y constructores, nos hicieron pasar por el aro a las sucesivas generaciones, que, al fin y al cabo, conseguimos, a base de sacrificio, hacernos con un hogar en condiciones.
Pero ¿qué esta ocurriendo con nuestros hijos? A la vista está. La voracidad del contubernio que avanza como un todopoderoso cachalote acompañado por su variopinto séquito, engullendo cuanto le sale al paso, no tiene parangón. Y es tal su poderío y su ímpetu voraz, que manda sobre la clase política, pone presidentes y campea sobre las nuevas megalópolis. ¿Cómo, si no, los sucesivos gobiernos, esos mismos que alardeaban de haber formado, con sus universidades, la generación mejor preparada de la Historia, hoy propician que, cerca de seiscientos mil licenciados y doctores hayan tenido que buscarse la vida por todo el mundo –un fenómeno sin precedente–, al tiempo que ese monstruo que han gestado impone su ley, incrementando cuanto y como le viene en gana los precios de las viviendas, y no digamos las de alquiler? Es así como, por culpa de la avaricia, un bien indispensable se ha convertido en un lujo al alcance de unos pocos. ¿Tendrá remedio el desaguisado?