El campo no es una postal, salvo para quienes lo intentan inmortalizar en sus excursiones de fin de semana. Ni existe la imagen idílica que nos quieren mostrar algunos. El campo es exigente, duro y está injustamente tratado.
Tengo grabada en mi retina la imagen del primer tractor que llegó a mi pueblo en los años sesenta, un Barreiros impoluto que despertó la expectación de todo el vecindario. También vi a mis padres debatir en aquellos días sobre los pros y los contras de adquirir maquinaria o emigrar a la ciudad para facilitarnos los estudios a mí y a mis hermanos. Recuerdo, además, que por entonces venían al pueblo – Riba de Santiuste, Guadalajara – unos señores a dar clases de conducir a quienes tuvieran la intención de adquirir y pilotar uno de aquellos artefactos. Con reticencias por parte de mi padre, finalmente, decidieron cerrar la casa, arrendar las tierras, vender el ganado y comprar un piso en Sigüenza.
La mecanización de las tareas agrícolas en los años sesenta provocó el éxodo de muchas familias campesinas porque se redujo la necesidad de mano de obra. Luego, cuando se intentó frenar la sangría, ya era demasiado tarde. Sé que no son comparables las condiciones de vida de entonces a las de ahora, pero hay una cosa que está clara: nadie ha afrontado con seriedad en España el problema de la despoblación y la falta de estímulos que provocaron aquella gran desbandada. A nadie le preocupó el futuro del sector primario.
Cuando veo ahora las caravanas de tractores en las carreteras y en las calles de las ciudades, me pregunto: ¿en qué cajón se guardan las promesas y planes de desarrollo rural que iban a devolver la vida a la España abandonada? Hay excepciones, como las rebajas fiscales y las ayudas a emprendedores en nuestra comunidad, Castilla-La Mancha, pero son insuficientes porque los costes de producción de cereal o de carne son superiores al precio que pagan los intermediarios.
¿Cómo no va a escasear la mano de obra? ¿Cómo no van a cerrarse explotaciones de todo tipo, si no hay rentabilidad y encima se obliga a competir con los productos que llegan de Marruecos, Turquía, China o Latinoamérica? ¿Cómo no van a cabrearse los trabajadores y pequeños empresarios del campo, si todo son obstáculos y nadie les hace caso?
Antes de que el último en salir apague la luz y cierre la puerta, conviene recordar a este gobierno y a los que vengan después que los problemas del campo no son de derechas ni de izquierdas. Los problemas del campo son de pura supervivencia. Y no sólo afectan a quienes luchan los 365 días del año por sacar adelante sus explotaciones agrarias y ganaderas – los señoritos no están en las naves, ni encima de los tractores –, sino a los consumidores. No es normal que para que la cesta de la compra sea más asequible haya que comprar los productos que vienen de fuera.
Las huelgas y manifestaciones de estos días tienen que hacer reflexionar a este gobierno. Un gobierno que parece más preocupado por la propaganda y la imagen que por los tractores.
Las gentes del campo no tienen el glamur de los cineastas, ni la capacidad de persuasión de los prófugos e independentistas catalanes, pero sí mucha más nobleza y dignidad de lo que algunos piensan.