Voy de regreso a casa. Odio caminar por el mero hecho de que el cuerpo, a causa de la edad, lo demande y los médicos lo recomienden. Por ello, tras una reunión, mis clases o la asistencia a cualquier evento, aprovecho para hacerlo caminando y así matar varios pájaros de un tiro. Me gusta ir observando a la gente, los establecimientos, las actitudes. Aunque algunas cosas que veo provocan en mí desasosiego, animándome a caminar aun más deprisa de lo que ya suelo hacerlo, en otras me empujan a detenerme, observar, intentar sacar conclusiones e incluso inmortalizar lo descubierto en una fotografía que posiblemente vaya a ser vista solo por mí y, además, en una única ocasión.
A unos metros vislumbro a un joven, de no más de veintipocos años, recostado en el suelo, con una tela delante en la que se encuentran esparcidos una veintena de libros. Como acto reflejo, cuando estoy llegando hacia él mi velocidad mengua y ya a su altura paro. Quiero ver qué libros tiene. Con un saludo suyo amabilísimo, no frecuente en los tiempos actuales, mi mirada descubre a un chico no mal parecido que me da, aunque poca, alguna e interesante conversación. Mientras mi mirada gira de izquierda a derecha y de arriba abajo, mi cabeza elucubra sobre las razones que le habrán empujado hasta este escenario y sobre el origen de esos libros. Ni a una cuestión ni a otra les busco respuesta. De repente, descubro un texto que desde siempre descansa en la casa familiar. El ejemplar está usadísimo, con ligeras manchas. Lo cojo, más por el chico que por mí o por el propio libro. Suelo sentir la necesidad de ayudar a quien ofrece algo a cambio y no se dedica exclusivamente a transmitir sus penas. Todos las tenemos en mayor o menor medida. Le pregunto sobre su precio y me responde que, si me interesa alguno, le dé lo que yo considere procedente, dirigiéndose a mí nuevamente con una educación exquisita. Su respuesta me empuja a adquirirlo dándole una cantidad que sé claramente que supera con creces el precio del libro en el mercado de segunda mano, pero el chaval me ha dejado tocado.
Esta tarde pasaré por el mismo sitio donde lo encontré hace dos días. ¿Mi ilusión? Que esté de nuevo allí apostado y que su talante sea el mismo de hace dos días. Aunque, ojalá no esté y ello sea debido a que su situación ha cambiado y a que hoy no se ve en la necesidad de depender de la caridad de los viandantes. Saevum fatum inopi.