La degradación de la clase política en nuestros días, salvando contados casos, ha alcanzado su cenit. El espectáculo grotesco que nos vienen ofreciendo los Estados Unidos desde que Obama concluyó su segundo mandato presidencial, supone un duro golpe sobre la línea de flotación de la democracia. La presencia en el escenario mundial del tándem Biden / Trump, Trump / Biden, agota los calificativos.
Porque si patética ha sido la retirada del anciano demócrata Biden, concediendo el indulto a un auténtico perdulario como su propio hijo Hunter, seguido de decenas y decenas destinados a los jueces que pretendieron hacer justicia contra Trump y la jauría de fanáticos que hace cuatro años entraron en el Capitolio como elefante en cacharrería. Lo de Trump, sobrepasa todo lo imaginable (Imaginemos lo que habrían podido decir Washington, Lincoln, Roosevelt o Eisenhower, de haber vivido esta vergonzosa jornada del 20 de enero, viendo entronizar a este farsante, culpable de fechorías sin nombre, que dejarían en nada las de delincuentes que llevan años pudriéndose en penitenciarías de todo el mundo).
Y es que, hoy más que nunca, se hace plenamente perceptible el viejo dicho de Plá cuando afirma que la realidad sobrepasa infinitamente a la imaginación más desbocada. Porque, ¿a quién comparar a ese personaje pretencioso, convencido ya plenamente de su omnipotencia y poderío, recién investido presidente, firmando decretos ley con su firma amenazante trazada con escritura gruesa, bien visible, durante horas y horas, en actitud desafiante, todopoderosa, propia de un Zeus, en su trono, rodeado de una pléyade de Little Trumps, pletóricos, invictos, hermosos y sedientos de venganza.
Habría que remontarse a 1896 para que un genio del teatro llamado Alfred Jarry, sacara a escena a una grotesca marioneta, el padre Ubú, lanzando contra los espectadores que abarrotaban el parisino Théâtre de l´Oeuvre su sonoro anatema «¡Merdre!» Se trataba, como es fácil de adivinar, de un adelantado de su tiempo, como Rimbaud, como Lautréamont, como Marcel Schwob, o como Apollinaire, un provocador de esos orondos burgueses que iban al teatro en busca de entretenimiento, y, de repente se sentían atrapados por una red como si hubieran sido peces. Se trataba de una farsa de colegial, con acentos shakesperianos (de hecho las primeras representaciones se hicieron en el teatro de marionetas); pero que con el paso de los años se ha convertido en una farsa épica, pionera del teatro del absurdo.
Y aquí viene Trump. El personaje del padre Ubu, que conquistó el poder por la violencia y la traición, y continúa ejerciéndolas movido por un desenfrenado y obsceno apetito de dominación, no es sino un burgués desbordante de codicia y vanidad, que, por azares del destino, termina metamorfoseándose en un conductor del pueblo (eso que, hoy día, se denomina líder) que se burla cruelmente de las formas absurdas y crueles de la autoridad política y social, con su 'Caballo de finanzas' y su tan popular 'Máquina de descerebrar' (prima hermana de la 'máquina del fango'), hasta que, en un determinado momento, grita al mundo con aires de vencedor: «Quiero hacerme rico lo más rápido posible; tras lo cual, mataré a todo el que se me ponga a tiro, y me iré».
No cabe duda de que Ubú permanece entre nosotros, más vivo y peligroso que nunca, más soez y codicioso, ocupando sitiales, tronos, parcelas de poder y campos de exterminio, convencido de su invulnerabilidad y su importancia. Hemos engordado a la bestia y el nuevo Frankestein afila los colmillos dispuesto a impartir su peculiar justicia, rodeado de sus fieles magnates. Y pensar que, cuando éramos estudiantes, nos decían que en los Estados Unidos cualquier everyday man podría llegar a presidente…