Desde la primera carroza, la que estrena cabalgata, la punta de flecha que asoma por Carretería anunciando fiesta; hasta el último destello de una pólvora que se apaga enseñando el camino de septiembre, la Feria de Cuenca es para verla y no para que te la cuenten. Le luce el escaparate y la trastienda y trae de la mano la mejor Feria de Artesanía del país, Farcama me perdone. Una festividad que se ve, como se ve en cada paseo por el ferial a tanta gente a la que uno no ha visto en todo el año y que probablemente no vuelva a ver hasta que se doble por la mitad el próximo agosto. A esos que se ven más pensando en cómo ven a uno mismo. Que si uno baja a la feria es también para dejarse ver, de qué si no iba a plancharse la camisa. Como se ven las bombillas de la noria a lo lejos y como se ven las luces de la ciudad desde lo alto de la noria. Destellos, luces que se encaran, unas a otras, con una mirada efímera, igual de fugaz que el calendario entre el primer caramelo y el último fogonazo.
La feria suena, la feria se oye. Se oye la bola de madera en el Recreo Peral, se oye al tombolero anunciando la 'Cachichi', se oye el plomillo desviado de una escopetilla torpe que atraviesa o no seis latas mal colocadas. Truena en el megáfono el premio de la simple y de la gemela en una Hípica que ofrece el habitual 'cerveza - fanta - naranja - limón - coca cola - agua'. Se oye la traca final como se escucha el pasodoble que hace alegre la tragedia en un Vivero que rebosa. Se oye el bingo sin línea, a veces lejos, a veces más lejos, qué pena de patinete; se oye al Perrito Piloto. Por sonar, incluso sonó alguna vez un baldío Bosque de Acero. Suena la música, qué más da dónde y qué más da el qué. Como sonaba cuando mi abuelo Reyes tocaba la trompa en el kiosko del San Julián. Y cómo huele. A algodón de azúcar, a coco mojado, a humo de atracción, a porro furtivo detrás de los coches chocones. Huele a miedo a tuerca mal apretada al subir a una jaula que gira y hay olor a toro y a caballo a turno partido y tiempo parcial, casi por relevos. También sabe. A caramelo de carroza, a porra, a fin de verano. A principio de curso, a que aún nos queda San Mateo.
La feria se toca, como tocas la primera rebequita preotoñal porque tu madre ya tiene frío. Como palpas peluche, ansiado muñeco, tan suave como inservible, tan meritorio como absurdo, tan gratificante como sobrante, al que paseas con orgullo camino del trastero. Se toca incluso la angustia del obstáculo que baila y se cae cuando lo toca tu caballo, casi la misma angustia si el obstáculo baila y no se cae al roce del caballo de otro. Y se añora, una añoranza transversal a las edades que pasan. Que uno añora la mano que le daba su padre camino al Zig-Zag como añora comerse un churro con su madre. Y como añora no darle la mano a sus sobrinas camino al Tren de la Bruja. Perdonen si se me nota que no vi, que no escuché, que no olí, que no gusté y que no toqué la feria este año. Pero vaya, sí que la he añorado.