Ana y Herme fueron las primeras que me dieron de comer más allá de mis padres allá en la guardería de la calle San Cosme. Me enseñaron los números y las estaciones. No recuerdo mucho más de una época en la que gastaba el tiempo jugando al fútbol con Luisda y comiendo galletas con David. Nati se encargó poco después y durante dos años de seguir dándome forma. Con la paciencia que le daba la bata blanca mi recuerdo de ella pasa por una bondad infinita y calificaciones de semáforo. Estrella verde si eras bueno, estrella roja si eras malo. Adivinen de cuáles me llevé más. Bajé a donde los mayores ya con seis, donde Pilar ejerció la tutoría durante un curso en el que doña Ana nos empezó a enseñar Música. Una señora enorme de gafas gordas que no paraba de reír. De nuevo otra Herme, ahora en segundo, siguió alicatando un camino que por entonces se reflejaba en un boletín de notas que iba del 'Progresa adecuadamente' al 'Necesita mejorar', y ni lo uno ni lo otro y las dos a la vez.
Carlos Ramón cogió las riendas cuando ya empezaba a ser más cabrón. Aún no le he pagado que me inoculara el veneno de la profesión que ahora ejerzo. Él, que leerá esta tribuna, sabe que solo puedo darle una línea, pero que es a quien más debo. La etapa de colegio la cerró don Marcial, al que le definía su nombre y que ejercía una artesanía docente tan severa como efectiva. También a él le guardo cariño. La distancia personal entre alumno y profesor se ensancha en el instituto. Porque ya con 12 la adolescencia sepulta la empatía y la bisoñez para hacer aflorar un descaro injustificado que a veces difumina su frontera con la imbecilidad más absoluta. Pero también de entonces llevo dentro algunas huellas y un buen puñado de recuerdos.
De doña Alicia me quedé el saludar con 'Buenos días' como muestra de buena educación. «¿Qué es eso de saludar con un 'hola'?», se preguntaba ofendida. De Mayte Olivares guardo su practicidad; de Marisol Arahuetes, su elástica capacidad de hacerse entender con un pragmatismo propio de una exdiputada; y de don Manuel de la Pola aprendí a coquetear con la ataraxia sin dejar de cumplir objetivos con la efectividad de un martillo pilón. De Julián Grimaldos conservo cómo encontrar el camino más fácil para llegar a una solución; de Salvador Bernet, mi amor por lo clásico. Alejandro me demostró en francés que ser el que más sabe no es necesariamente ser el más listo; y de Arturo me llevé el único suspenso que aún luce mi expediente, aunque también buenos momentos. Profesor, si me lee, sigo discrepando 23 años después.
Docente es el que enseña; profesor, el que instruye; y maestro, el que inspira. Mañana dice el calendario que es el Día del Docente, y aunque toda la lista que precede al punto y final abanderaba la profesión de enseñar, a mí me inspiraron lo mismo que me instruyeron. La de hoy va por ellos, y sirva esta firma como felicitación y agradecimiento. Y, por qué no, también como disculpa.