Un futbolista atándose las botas en el túnel de salida del vestuario antes de jugar una final; una novia bajándose del coche, ramo en mano, para desfilar hacia el altar; un niño haciéndose el dormido en la madrugada del 6 de enero apurando su última oportunidad de ser bueno para poder abrir sus inmerecidos regalos. A lo largo de una vida hay muchas horas de la verdad, algunas más importantes que otras. En cada uno de los segundos que precede a cualquiera de estos tres escenarios se respira poco, y de cómo se gestione el medio aliento dependerá si el camino traerá éxito o acabará en el cajón del olvido.
Un agente secreto con cinco segundos por delante para elegir si corta el cable rojo o el cable azul para desactivar la bomba; un preuniversitario a punto de lanzar una moneda antes de saber si atenderá a su padre y se quedará a estudiar Derecho al lado de casa o si hará caso a su corazón para estudiar Arte Dramático en Madrid; una pareja en Ikea abriendo el debate de qué pomos comprar para los armarios de la cocina de la casa que será nido. Cada uno de los instantes previos a la toma de una decisión importante pesa más que cualquier otro momento a lo largo de una vida. La historia personal de cada uno se transita de punto de inflexión en punto de inflexión, y quizá marcan más los errores que los aciertos en este camino.
Dése la vuelta ahora, mire a su pasado. No me lo diga, pero piense en todas esas decisiones que le han llevado a sujetar ahora un periódico. En las buenas, y en las malas. Imagine qué estaría haciendo si no hubiera cogido aquél tren, o si hubiera dicho más síes que noes. Los errores nos moldean y los aciertos nos apuntalan, y la suma de los dos termina de dibujar nuestra esencia. Hay, en cambio, otras decisiones que trascienden la frontera de la piel de cada uno y que terminan por afectar a cada otro. Dependiendo del botón que nos toque apretar, podemos incluso alterar el ritmo de una ciudad entera.
Darte todo el tiempo del mundo para tomar una decisión no garantiza que vaya a ser la adecuada ni le va a restar un gramo de arrepentimiento si el paso del tiempo acaba por llevar la contraria y quitar la razón a quien la toma. Cada minuto que pasa alejando la línea del horizonte temporal para elegir un camino u otro hace crecer la expectativa al mismo tiempo que ensancha la posibilidad de fracasar. Porque una decisión mal tomada es más grave cuanto más se ha meditado. Y cuando esa decisión involucra la gobernabilidad de una ciudad, se hace necesario dar explicaciones de cómo se toma, de por qué, incluso de para qué. En algún despacho de los arcos del Ayuntamiento hay una margarita a punto de ser deshojada. Ha llegado junio, Isidoro, díganos qué cable va a cortar. Elija Churchill o capitán del Titanic. Usted dirá.