No diré que fue una imposición, pero Salsa llegó a mi vida como mitad de un pack de dos, indivisible e irrenunciable, también irrepetible, de algún modo irremediable y en cierta forma irrechazable. Aunque nació en un pesebre pedáneo de Riaza se hizo a la ciudad desde el primer día. Es una perra buena. Gusta del salmón ahumado, sabe sentarse, dar la pata, traer la pelota y hacer el 'Chocapic'. Le gusta cazar conejos aunque no caza ninguno. Corre a mi lado, tanto y tan alegre que me acompañó hasta la plaza del Obradoiro a por la Compostela completando el Camino Inglés desde Ferrol en siete etapas, en once horas. La 'perregrina'. Como hoy, salió entonces en los periódicos.
Para alguien que no es de perros, asumir sin aviso previo la compañía de uno y hacer un hueco gigante en el corazón es llevarse la contraria en muchas premisas apuntaladas, contradicciones mercantilizadas porque tienen recompensa y en todo caso siempre maravillosas. Tolerar pelo en las sábanas a cambio de calor; miradas balsámicas que no juzgan al final del día a cambio de rascar una tripa. Ese amor incondicional e inmerecido más allá de ser la mano que da de comer acaba siendo recíproco y las facturas se pagan sin esfuerzo, sólo con el amor que rebota porque rebosa. Ese amor que te hace hablar a la mascota poniendo vocecillas extrañas. El mismo que te obliga a pensar, a ratos, en qué puede pasar el día que falte, porque no quieres que falte y porque sabes que faltará, que te faltará a ti.
El proyecto para instalar un crematorio de mascotas en Cuenca sigue adelante a golpe de burocracia y supera papeleo, planteando la capacidad de incinerar a más de 600 animales al año, con la opción de entregar las cenizas al dueño. Una noticia cualquiera que usted pudo leer primero en este periódico y que, para mi asombro, también genera debate. Quien no lo entiende desprecia al que lo necesita. Obvio es que los ritos funerarios, cualquiera de ellos, no se ejecutan para los que se van y sirven más de consuelo a los que se quedan. Me recuerdo en este punto en el madrileño Parque del Oeste dando sepultura a Galleta, el hámster que quiso acompañarme hasta que pudo y vino a morir un 10 de julio de 2010. Sí, 10 de julio de 2010. Enterré a mi mascota y ganamos el Mundial.
En esta semana de San Antón donde el padre Ángel ha repartido 20.000 panecillos y ha bendecido a centenares de mascotas en el barrio al que el santo da nombre me sorprendo a mí mismo al recordarme cómo hace años no entendía una liturgia que, con el tiempo, ha terminado por parecerme una de las pocas muestras de cariño verdadero que le quedan a una sociedad que se pudre. Ojalá ladráramos más y odiáramos menos.