Hace años que peino canas. Contemplo mis entradas, en el reflejo de cristales o espejos y me siento orgulloso de no sentir necesidad de ocultarlas con el pelo que puebla el resto de mi cráneo. Avanzo por la vida, recorriéndola al ritmo vigoroso de siempre, incluso acrecentado por el paso de los años, aunque en ocasiones acuso el cansancio que ese mismo periplo me provoca. Junto a la vitalidad que, desde que recuerdo, me tiene atrapado con sus garras, además de manera creciente e incansable, me siento dueño casi absoluto de un estilo de vida que me permite disfrutar casi siempre de lo que hago, aunque en ocasiones me aterre. Y es que el vértigo emocionante que provoca vislumbrar el horizonte hacia el que me dirijo convoca en mí una suerte de sensaciones. Entre ellas se dan cita la ilusión por seguir avanzando y el miedo a que un día, repentinamente, divise el precipicio que sé que está ahí delante, sabiendo que tendré que frenar, si es que antes no me he caído por él. ¿Lo malo? Que desconozco la distancia que me separa de ese abismo. ¿Lo mejor? Idéntica conclusión.
Mientras tanto, se reafirman, y no por voluntad expresa sino por devenir vital, valores que desde siempre anidan en mí. Cada día odio más la estupidez y sobre todo a los estúpidos. Me dan asco los malditos malnacidos que afirman lo que sea, dándoles igual que sea falso o inventado, por el mero hecho de intentar sobresalir entre aquellos a los que sus complejos les dicen que nunca llegarán a superar por sí mismos y más mostrándose como de verdad son. Cada vez me dan más miedo los gandules que prefieren comer merced al esfuerzo ajeno, pues sé que su hambre será cada vez más voraz y que un día engullirán nuestras gargantas para comer ellos y pretender que nosotros callemos. Cada vez más mis sentimientos hacia chulos, macarras o aprendices de patriarca gitano son más lastimeros, pues persiguiendo conseguir reconocimiento y provocar miedo, lo único que cosechan pena. Y cada vez admiro más a quien tiene un mundo por delante que desea comerse y no permite que sea la vorágine la que a él devoré.
Mientras tanto sigo avanzando y buscando con quién recorrer cada metro de ese camino pues lo importante es con quién lo hagas y, algo menos, hacia donde te lleve. Cuestión de identidad.