Cuando era un niño, con nueve o diez años, solía acompañar a mi abuela al Mercado. Me encantaba ir con ella porque nada más llegar y antes de cargar el carro que luego empujábamos hasta el barrio del chocolate, desayunábamos un par de churros que nos sabían a gloria. Incluso había días en los que también caían un par de sobres de cromos en el quiosco de Bonilla o en el de las hermanas de Sánchez Vera. En el Mercado recorríamos las galerías en busca de los puestos habituales. Mi abuela era una mujer de costumbres fijas y siempre acababa comprando en los mismos sitios. El panadero, que ya me conocía, solía regalarme un colín. No sé, por cierto –no creo, vaya– que los niños coman ya colines, con lo buenos que estaban... Aunque de todos los comerciantes, al que más recuerdo es al que ella llamaba el hortelano de El Picazo. Era muy simpático y siempre entablaba un tira y afloja con mi abuela por la calidad del género. Todo en confianza y amistad. «Ponme estos tomates que tienen mejor pinta que esos», decía ella convencida. «Que no, mujer, te digo yo que estos otros están más buenos», contestaba él para intentar ganarle la partida.
De aquello hace ahora un cuarto de siglo, más o menos, y la estampa del edificio ha cambiado de forma sobresaliente. Mi abuela no vive para verlo y mucho me temo que el hortelano de El Picazo tampoco. Aquel sitio al que ella acudía a comprar como en una especie de ritual ineludible y él se ganaba el pan, no tiene nada que ver con lo que hay ahora. De hecho, aquellas galerías de locales de los que parecía emanar gente por todos lados con todo tipo de productos, ahora son galerías fantasma. Hasta hace un suspiro, solo quedaba la churrería, una frutería y una carnicería. Hoy, con el edificio vallado y encapsulado, casi ni eso.
Me apena mucho ver la imagen actual del edificio del Mercado. Una imagen de olvido y deterioro tal que la frase «se cae a pedazos» cobra el más literal de los sentidos. A eso –voy a mirarme el ombligo y ser lo más sincero posible–, creo que hemos contribuido todos. Primero, aquellos que, como yo, íbamos a comprar con nuestras abuelas y luego, cuando crecimos, dejamos de ir. Así condenamos a este lugar a la falta de rentabilidad y al cierre de negocios que, sin duda, fue un factor que sumó para su abandono. Pero especialmente a los políticos, de un color y de otro, que por activa, pasiva o perifrástica no han hecho nada (o no les han dejado hacer nada) por intentar solucionar un problema que ahora se ha convertido en un muerto viviente de difícil resolución.