Echar la vista atrás es bastante parecido a abrir ese baúl de recuerdos personales que todos y cada uno de nosotros custodiamos con el cariño del que sabe que lo allí contenido es su propia historia. Unas veces lo abrimos y, como caja de Pandora, se desparraman historias más o menos dolorosas que nos cambian el semblante y nos obligan a tirar de músculo mental para recluirlas de nuevo en el baúl, esperando que tarden en volver a aparecer.
Otras, el baúl deja salir, con una velocidad constante, una serie de anécdotas (casi vivécdotas que dirían Berto y Andreu) que conforman el corpus vital de cada uno de nosotros. Deseamos que nos acompañen cada momento porque el simple hecho de traerlas al primer plano de la memoria tiene la capacidad de alegrarnos la mañana o trasladarnos a momentos en los que, sencillamente, fuimos felices…o lo creíamos.
El ser humano tiene la costumbre (o la manía, según se mire) de hacer listas casi de todo. Las celebraciones de tal o cual acontecimiento no dejan de ser una relación de lo que ha ocurrido desde que se produjo aquello que hoy conmemoramos. Como los recuerdos, unas son muy gratas… otras no tanto.
Esta semana, que ejerce de bisagra estacional entre el invierno y la primavera, recordamos que hace un lustro cambió la sensación que teníamos de ser casi invencibles, propiciada por una Europa que disfrutaba de un periodo de tranquilidad desde la conclusión de la segunda guerra mundial, mutándola por la inseguridad, por el miedo que trajo algo invisible que puso patas arriba la comodidad de nuestra forma de ser.
Con más o menos chanzas sobre el origen de la enfermedad, la contundencia de los datos, la impotencia para afrontar lo que se extendía de una forma imparable, nos llevaron de la incredulidad, de la reafirmación en las bondades de nuestras armas sanitarias, al confinamiento doméstico, al vacío en las calles y al pánico por el cariño, por la proximidad con enfermos y fallecidos que tenían nombre y apellidos, que eran de los nuestros, que habían compartido con nosotros mateos y julianes, madrugadas de pasión y mañanas de Pascua. Pero ese recuerdo doloroso, al menos en mi caso, se vuelve luminoso viendo por la calle amigos que superaron la enfermedad tras una pelea titánica que los llevó a estar días en posición prona. La memoria sonora y cruel de la sirena de las ambulancias se torna en el querido y turbo rumor de tambores en su arresto domiciliario que inundó las calles conquenses en un gris y triste Viernes Santo, llegando hasta el cinturón metropolitano capitalino. Superamos la parálisis producida por el miedo ante la magnitud de la pandemia para ponernos manos a la obra y sacar recursos de donde no había. Tablets, mascarillas, epis… salieron de la nada con la única intención de ayudar. Hoy, cinco años después, cuando aquel mal recuerdo sale del baúl cada vez que los medios divulgan que algo ha ocurrido en China, parafraseando a Manolo García, quiero preguntarte, querido lector, ¿Dónde estabas entonces?