La felicidad de las pequeñas cosas es efímera, pero deja mejor recuerdo que cualquiera que se pretenda de largo alcance. Desde el «no hay un camino a la felicidad, la felicidad es el camino» de Gautama Buddha hasta el «estado de grata satisfacción espiritual y física» con el que la RAE la define, Cuenca en noviembre encuentra su acomodo. Cuando el otoño inocula su amarillo a los chopos de la ribera del Júcar y no hace ni frío ni calor, el paseo por cualquiera de sus orillas para el tiempo e invita a la más pura de las sinestesias, la de ser feliz con un paseo, no por el paseo, sino por lo paseado. La etiqueta de 'stendhalazo' aquí no sirve, porque esta ribera en noviembre no es sólo un cuadro de Cabañas que se pueda contemplar sin decir nada. Hay que sacudirse el aliento y echar a andar esa senda, como si cada paso fuera un pellizco que quisiera despertarnos del sueño.
Un café en San Antón escuchando la caída del Júcar junto a la Virgen de la Luz es un buen punto de partida. Y a partir de ahí, avanzar hacia el Recreo Peral, contemplando un amarillo que no se refleja en el río, porque es tan puro que sólo quiere serlo al aire. Dejar La Playa a un lado, atravesar 'Las Explanadas' donde tantos Jueves Larderos engañamos con J&B-Cola en vez de chorizo y huevo, llegar a la Fuente de Martín Alhaja, seguir y dejar la cueva a un lado, hacer el lazo del Puente de Valdecabras, poner la pica y regresar por la otra orilla, ahora de norte a sur, con San Julián, tranquilo, observándonos. Un paseo que en otoño difícilmente se puede igualar, bajo un amarillo que se confunde con el cielo.
El paisaje es digno de instagramer dominguero. Ese especimen al que en Cataluña llaman 'camacu' como mofa al cosmopolita barcelonés que llega a los pueblos con encanto al grito de 'Qué Maco', ('qué majo' al cambio en nuestra tierra). Le pasa a Cadaqués, a Taül, a Solsona, como nos va a terminar por pasar aquí. Estamos a un post de influencer de que el noviembre conquense irrumpa en la playlist del otoño mainstream en cualquier reel, así que disfrutemos de lo que todavía es mundanal ruido antes de que, como Brihuega con su lavanda en verano, tengamos que suplicar para que no vengan a robarnos el alma a golpe de foto.
Un estudio de la UCLM reveló la semana pasada que los castellanomanchegos están entre los más felices de España, y no dejo de pensar que en mi ciudad andamos elevando la media, como en casi todo lo bueno. La cesta de la felicidad la conforman dispares mimbres. La conciencia tranquila y la seguridad de sentirse en casa son dos de los más importantes. Y estrenar noviembre desde el Puente de San Antón mirando si son en punto en Torre Mangana al tiempo que te hinchas el pecho mientras el amarillo te sepulta es, sin duda, un formato de felicidad que te hace sentir hogar sin deber nada a nadie. Pocos lo entenderán si no saben decir 'copón'.