Empezaba mis clases de ese día y, al ir a cerrar la puerta, un chico, ni tan joven como para ser un alumno al uso, pero tampoco con pinta de ser padre de familia, se interpuso. Soy Pepito, me dijo. Lo llamo así pues nunca he recordado su nombre, lo que no me ha dejado secuelas en tantos años. Serio y distante, se presentó como alumno de Pedagogía diciéndome que le habían asignado mi clase y a mí, como tutor, para realizar prácticas ese cuatrimestre. Yo no sabía nada, pero creí en su palabra y le invité a pasar al aula que a partir de entonces también sería la suya. Un tanto estirado, me preguntó sobre donde se debía sentar, respondiéndole que escogiese el lugar libre que más le gustase. Mis alumnos, que en su gran mayoría llevaban cinco años recibiendo clase de mí, empezaron a observarle «poniendo caras», al tiempo que yo los miraba. Sus miradas hacia él y las posteriores hacia mí, ojipláticos, decían todo.
Aquel treintañero se dedicó durante minutos a, con actitud cercana a la soberbia, hacer prácticas, más propias de un rancio inspector educativo de aquellos que se extinguieron hace décadas, que de un futuro docente del siglo XXI. De repente me dirigí a él. Cojamos el toro por los cuernos, le dije. Supongamos que me he puesto enfermo y has de cubrir mi baja. Sal, ponte a leer a primera vista este material y abórdalo con los alumnos. Desconcertado, me preguntó: ¿De repente? Es lo que tiene lo de ponerse enfermo y tener que ser sustituido; las enfermedades no avisan, comenté. Sentado al piano, acreditó un control del instrumento propio del niño de 10 años que no ha estudiado en semanas. Su cara y flojo nivel le delataron en segundos. Le eché un capote y le pedí que, mejor, explicase a los chicos algo más básico. Ahí se vino arriba. De pronto, su arrogancia se acrecentó. Hasta en tres ocasiones cuestionó la, supuesta y trasnochada, didáctica aplicada por mí, para él un vejestorio cincuentero con el que no había cruzado antes palabra alguna. Pero, no atreviéndose a afirmarlo, fue embestido sin piedad por mis alumnos en cada ocasión que lo dejó caer. Ante cada nueva muestra de altanería suya, aquel personajillo se llevaba un atroz rapapolvo de mis chicos. Se había metido, a lo tonto, en un avispero.
Al acabar la clase, uno de ellos, de su misma quinta, lo miró a los ojos con lástima y le dijo: Pobre, estudiar tantos años para hacer el ridículo así. Él salió por la puerta y no volvió; mis chicos, sonrieron una vez más.