Guiri arriba, guiri abajo, 182.860 turistas miraron a Cuenca en 2023. No sé cuántos de ellos se fotografiaron delante de la Catedral, no sé cuántos de ellos se lanzaron en tirolina, no sé cuántos de ellos mandaron una postal. No sé cuántos de ellos vieron a Pepito ni cuántos de ellos salieron del Casco. O cuántos comieron zarajos, o cuántos comieron morteruelo. Ni cuántos de ellos sacaron ticket en la Fundación Antonio Pérez, ni cuántos de ellos sacaron ticket para el Museo de las Ciencias para celebrar su cuarto de siglo. Ni cuántos planos cogieron de la oficina de turismo, ni cuántas veces pasaron por el Puente de San Pablo. Ni cuántas cañas se tomaron, ni cuántos cafés. Ni cuánto publicaron en Instagram, ni si bajaron a las Angustias, ni si subieron al Cerro Socorro, ni si aparcaron en el Castillo, ni si pasearon hasta Palomera, ni si peregrinaron a San Julián. No sé, no tengo ni idea, de si vinieron en coche, en burro, en tren.
O si tardaron más desde la estación del AVE a Carretería que de Atocha a la estación del AVE. No sé si compraron un imán de nevera en la tienda de Palomo, buen amigo. O si se llevaron un toro de cerámica o una botella de resoli. No sé si pasearon una hoz, si pasearon la otra, si reposaron la vista en San Miguel mirando al Júcar, o en San Martín mirando al Huécar. Si escucharon tambores en Viernes Santo, si vieron vacas en septiembre, si se montaron en la noria en agosto o si les abofeteó el otoño amarillo en el puente de San Antón. No sé, ni siquiera, si vieron nacer al Cuervo, si callejearon Las Majadas, no sé si vieron la Cara del Hombre en la Ciudad Encantada, o si se montaron en piragua en el embalse de La Toba. No alcanzo a saber si preguntaron por las Casas Colgantes, o si remataron un menú con un trocito de alajú. No puede mi cabeza imaginar si bebieron agua de la fuente de la Ronda de Julián Romero o si aplaudieron en el Auditorio. O si escucharon las 12 de Torremangana, o si durmieron en hotel, o si durmieron en VUT, qué palabro.
No sé cuántos de ellos se dejaron caer un laborable en la puerta de un colegio para comprobar qué bien aparcamos en doble fila, no sé cuántos de ellos cogieron un autobús urbano, ni cuántos de ellos aprendieron que en Cuenca, en coche, «hasta a comprar el pan». Sólo sé que, si han de regresar, podrán ahora pasar por el Arco del Bezudo por una pasarela para no entorpecer el tránsito de coches. A euro con setenta y siete céntimos cada turista, ya tendríamos pagados los trescientos veintitrés mil setecientos noventa y dos que costará. Otra idea, quizá muy atrevida, hubiera sido sacar los coches del Casco Antiguo. Qué atrevido soy. ¿A quién se le ocurre ganar espacio para el que pasea sobre el que circula? Ni que un peatón fuera más importante que un Peugeot 205, a no ser que lo conduzca.