A velocidad constante, con pasito corto y por derecho, contemplamos cómo la luz gana y la oscuridad pierde, los días se alargan en la misma medida en que la noche se retira a sus cuarteles de verano y, poco a poco, la capital se ve envuelta en el nerviosismo producido por una actividad frenética que heredamos de padres y abuelos. Vivimos en un momento histórico en el que podemos acceder de una manera gratuita a una información prácticamente inabarcable. Desde la comodidad del salón doméstico podemos estudiar cualquier tipo de manifestación, cultural o no, comparando con la manera en que nosotros la realizamos. Hoy, 6 de marzo, viene a mi memoria cómo se vivía en nuestra infancia la Cuaresma que ayer mismo comenzábamos. No entraré, faltaría más, en la demagógica disputa sobre cuál era mejor, aquella o esta. Cada una tiene sus errores y sus virtudes.
Sí que recuerdo una Cuaresma solamente sobresaltada por las excursiones casi furtivas a un Almudí en el que poder grabar a escondidas los ensayos dirigidos por el recordado Maestro Fernández-Cabrera. La vida en la calle nos permitía poner en liza el más serio de los desfiles procesionales con dos palos, una caja y una cruz improvisada. Y aquel que más sentido rítmico tenía, improvisaba un tambor con un bote. Todos nos sentíamos parte de un rito ancestral sobre el que, hace casi medio siglo, había más desconocimiento histórico y mito asumido como cierto, que estudios científicos.
Aquellas tardes que nos llevaban de los últimos días de invierno a los primeros de primavera nada sabían de conciertos de marchas, vía crucis en la calle, traslados, exposiciones o presentaciones de sesudos estudios monográficos. La Cuaresma se circunscribía a la práctica eclesial del correspondiente ayuno y abstinencia, ceniza por medio, de la preparación íntima para la celebración de la Pascua. Uno de los grandes días era aquel en que, sin ruido, sin saber cuándo, el cerro de la Majestad se transformaba en el Gólgota conquense con aquellas tres cruces que se volverán a instalar en un puñado de días. Hoy, convertidos en esclavos de las redes sociales, peleamos por ser los primeros en colgar las fotografías de aquel acto o la instantánea familiar de la toma de medidas de la nueva túnica. Poco a poco, la desacralización popular de los días cuaresmales nos presenta un tiempo solamente encaminado a lo que está de moda, a la estética cofrade que, como incienso del Gran Poder, ocupa cada esquina ocultando el verdadero significado del qué, el por qué y el cómo.
No seré yo el que enjuicie la motivación de cada aquel que se acerca al fenómeno nazareno tornado en cofrade cada primera luna llena de Nisan. Pero convendría, sin intención ejemplificadora por mi parte, usar este tiempo cuaresmal recién comenzado para, aprovechando las posibilidades nazareno-culturales de este momento, ahondar, al menos de una manera colectiva entre los principales actores, en el verdadero sentido de lo que celebramos. De otra manera, 39 será solo un número y no los días que restan hasta que celebremos el Triduo Pascual.