En aquellos años no pocos compañeros estaban totalmente convencidos de que dar clase regularmente, cumplir un horario y no tener posibilidad de modificarlo o incumplirlo cuando les viniese en gana era una imposición propia de regímenes totalitarios. Además, lo que realmente perseguían era que, si ellos decidían no ir un día a trabajar, o si deseaban que una tarde sus horas de clase durasen solo 40 minutos, fuese el equipo directivo el que mirase hacia otro lado asumiendo el jefe de estudios o el director la responsabilidad última por haber «tolerado» tales irregularidades.
Harto de la situación, un día se presentó en mi centro el inspector. Era un señor de cierta edad que, proveniente de la inspección de servicios, pidió comisión de servicios para arreglar los desmanes que a su juicio había en el campo educativo. Por ello, me rogó que convocase al consejo escolar a fin de tratar dicho asunto. Iniciada la sesión, se dirigió a los docentes presentes y les pidió su versión en relación con las quejas presentadas por los padres sobre tales irregularidades horarias. De pronto, una de mis compañeras se lanzó a «explicarle» que, como profesores de música que éramos, era incompatible con nuestra esencia artística la estrechez de miras, el cumplimiento de normas, la rigidez de horarios… dado que el arte no conoce de normas funcionariales. Yo que, a diferencia de mis compañeros, sabía de qué pie cojeaba el inspector, estaba mirando su cara viendo su reacción mientras mi compañera hacía ese canto a la ¿idiotez? Acabado el soliloquio, el inspector, sentado frente a ella, le contestó: «Señorita, en este país la condición de funcionario no es inherente a la de ser humano. Uno, si procede, se hace funcionario con los años y asume libremente obligaciones que creo que usted ignora. Pero tranquila –en ese momento dio un puñetazo en la mesa, a 20 cm de mi compañera– que aquí estoy yo para recordárselas y hacer que las cumpla».
Mi compañera se quedó tiesa, helada, muda. Yo, que la tenía a mi derecha, había empezado a darle con mi rodilla en la suya, cuando empezó a hablar, «animándola» a que matizase el discurso. No sirvió de nada pero partir de entonces ella dejó de faltar a clase. Meses después pidió traslado. ¿Y el inspector? Pues se jubiló en su puesto.