Llevábamos tiempo sin leernos, querido lector, y la verdad es que lo echaba de menos. Han sido dos semanas de parón motivadas por varias razones, fundamentalmente de trabajo, pero también hay de por medio un maravilloso viaje a Oporto, Braga y Guimarães, para qué nos vamos a engañar. Una pequeña escapada al país vecino que me ha permitido tener claras varias cosas, entre ellas dos que me gustaría plasmar en esta Carta del director. La primera: ¿Sabe qué tienen en común Oporto y Cuenca? Ambas son ciudades declaradas Patrimonio de la Humanidad y también ambas, además de maravillosas panorámicas objeto de deseo para cualquier turista, cuentan con puentes férreos de descomunales dimensiones dedicados a María Pía, Luis I o San Pablo. La segunda: ¿Sabe qué no tienen en común Oporto y Cuenca? El cuidado y la conservación de su patrimonio, ese que les confiere ese título por parte de la Unesco y que las posiciona en las páginas de privilegio del libro de las ciudades más bonitas de Europa.
En la ribera del Júcar –que no en la del Duero–, solemos rasgarnos las vestiduras por la, creemos, lamentable situación en la que se encuentra nuestro patrimonio y por cómo de mal lo conservamos. Es verdad que el nivel de exigencia es muy alto y eso es realmente bueno, ya que solo así se consigue mantener el listón alto. Hay carencias, de sobra las conocemos y es que todos las vemos al pasear por nuestro Casco Antiguo.
Ahora bien, si un portuense llega desde Alfonso VIII hasta nuestra Plaza Mayor, sube por San Pedro y corona el Castillo, sentirá cierta sensación de sana envidia. Y si no, al menos, hará una analogía instantánea e inconsciente entre su ciudad y la nuestra, tal y como el conquense que firma esta columna la hizo hace unos días al visitar su ciudad. Comparación en la que salimos ganando. No hablo de si lo que podemos ver aquí es más bonito que lo que se puede ver allí, eso es subjetivo. Ahí no entro. Para gustos los colores, cada uno tendrá el suyo. Pero la diferencia sí es notable en eso que nos hace fustigarnos. La conservación general de nuestra joya de la corona es mucho mayor que la suya, y eso es algo fácilmente apreciable en el estado de edificios singulares, en las aceras, en las calzadas, en el mobiliario urbano, en la limpieza... No es chovinismo barato, es la alentadora realidad. Ojo, el mal del prójimo no debe ser consuelo de nada, ni mucho menos, pero sí hay que ser conscientes de lo que tenemos y cómo lo tenemos. La autodestrucción y el cainismo no son buenos compañeros de viaje.